No sé cómo serán las primeras citas de la mayoría de la gente ni a dónde se dirigen para conocerse mútuamente, pero no estoy seguro de que hagan cerca de 500 kilómetros para recorrer tierras albaceteñas.
En mi caso, sí fue así. La primera vez que vi presencialmente a mi chico, después de su ya de por sí largo trayecto, nos dirigimos en coche hasta Chinchilla de Montearagón, no sin antes recorrer varios “pueblos” hacia el interior alicantino (con la envergadura de un pueblo alicantino, es decir, algunos como el caso de Elda, junto al continuo urbano de Petrer, suman una cantidad de habitantes similar a toda la provincia de Soria).
Del trayecto alicantino, además del tamaño de la conurbación mencionada, quizás lo que más me llamó la atención visual fue Villena. En transición entre el área levantina y la castellana, uno percibe sensaciones de ambas, que se volvían claramente castellanas conforme más avanzábamos en el trayecto.
Nótese el cambio progresivo del color del terreno, ya evidente en Villena, captado desde satélite
Ya oficialmente dentro de la Comunidad Autónoma de Castilla – La Mancha, y tras un rato en el trayecto, lo que más me llamó la atención era la baja altura a la que se movían las nubes. Y es que ya eran 600 metros más de altura los que habíamos ganado desde que salimos de Crevillent, pese a lo llano que se había vuelto el terreno.
Ya en Chinchilla (y no sin fijarme en cómo gran parte de los presentes observaban la llegada de dos forasteros), dejamos el coche y empezamos a caminar por una localidad en la que se perciben la historia y la belleza a simple vista.
Vista de Chinchilla mientras subíamos al castillo
La subida mereció la pena por, entre otras cosas, las vistas que había desde allí. Pese a que el cielo tenía bastantes nubes, podía verse toda la llanura que rodea al castillo. Una escena muy familiar para las gentes castellanas que sin embargo maravillaba a unos ojos acostumbrados al relieve alicantino.
Son bellezas distintas, las de un terreno llano y las de uno accidentado. También las sensaciones que provocan en el observador. Personalmente, y constatado con mi compañero, un terreno llano allá hasta donde alcanza el horizonte transmite una fuerte sensación de libertad y espacio. Además, los distintos colores de las parcelas de campo me creaban un efecto similar al de estar contemplando algo pintado con acuarela.
La cruz de Chinchilla
Los cimientos del castillo bajan hasta una profundidad que asusta
Además del castillo, y de unas personas que estaban realizando una especie de reportaje fotográfico sobre ellos mismos en las cercanías, también tuve la ocasión de ver algunas cuevas que en Chinchilla (como en Crevillent) pueden llegar a utilizarse como vivienda.
Aunque las más evidentes eran las que se encontraban abiertas al camino y sin más construcción que el propio hueco en la montaña (aún así, ya en venta), también podían imaginarse viviendas que de una forma u otra aprovechaban la orografía para expandirse.
Detalle de las chimeneas o tragaluces de una posible casa-cueva
Tras un rato, con un poco de viento que comenzaba a molestar junto con unas temperaturas que ya comenzaban a descender entrando la tarde, bajamos de nuevo al pueblo para continuar con un trayecto que proseguiría hasta el río Júcar, donde tendrá lugar la siguiente parte de este primer viaje de muchos: Las localidades de Jorquera y Alcalá del Júcar.
Chinchilla siempre tendrá para mí una carga emocional evidente, que junto a la belleza propia del lugar hacen que sea un sitio por el que, tarde o temprano, tendré que volver. Y espero que sea junto a mi compañero de experiencias, ya que con él Chinchilla, como el resto de lugares, siempre son más de lo que ya son de por sí.
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